Consejos de un resentido. Por José Luis Taveras

Sabía que en esta sociedad flotaba una elite alérgica al polvo de nuestra ruda sobrevivencia, pero jamás que su enajenación era tan patética hasta “leer” una de las tantas revistas de crónica rosa. El paseo visual por sus páginas era indigesto; cerebralmente tóxico. En un momento tuve que abandonar la lectura para retomar aire humano. Me sentí transportado a la vida apacible de los nobles ingleses durante su dominio colonial en la Sudáfrica del apartheid o en la India del siglo XIX.

Ver el relato gráfico de una “noche mágica” disfrutada por una pareja de nobles, sus infantas y señoritos en la inauguración de su yate o el reportaje visual de una tarde de compras de una damisela en Santo Domingo (National District) como cualquier paseo rutinario por las aceras de Rodeo Drive o un círculo de apetecidos solterones mientras comparten una tarde de lino y habano en un exclusivo country club o leer los menudos hábitos de vida de una dama de estirpe italiana narrados en sus fastuosas recámaras al lado de sus galgos, es una experiencia pletórica de sosería.

Pensé en el millón de dominicanos que sobrevive con menos de un dólar por día; en los serpentinos callejones de barrios rudos; en el sueldo de un policía, de esos que cuidan o sirven de choferes a los hijos de algunos protagonistas de sus portadas. Recordé a la Cuba precatrista y a la Venezuela prechavista, respiré con las emociones y pensé en lo que no debía…

La venta de “esa cosa” en una sociedad tan obscenamente desigual es una provocación ociosa a la ira. Ahora los supermercados las exhiben en las estanterías de los productos para “el aliento”, en el corredor de pago, para atrapar a los compradores compulsivos o cerebralmente anémicos. El bienestar de pocos no siempre se puede ostentar. Recuerdo a Honoré de Balzac: “Hay que dejarle la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir.”

A cierta clase “dominicana”, abstraída y desconectada, hay que recordarle que desde hace unos años vivimos la democracia de la irreverencia. La gente se cansó de los mismos patrones de referencia social. A cualquiera le mencionan la madre, se le pega un coño o le hacen un meme en Facebook. La masa le perdió el miedo ancestral a las marcas sociales. El comercio de las bancas de apuestas ha etiquetado nuevos apellidos, los negocios con el Estado han creado una nueva estirpe, el lavado ha impuesto su clase, los diputados ya saben descorchar una Veuve Clicquot o una Laurent-Perrier y los funcionarios tutean y mandan al carajo a los pesados de la socialité.

El abolengo dejó de ser mítico y los apellidos una ¡gran vaina! Lo pequeño se ha hecho grande, tanto como la oprobiosa distancia que separa socialmente a la gente. Los ricos más ricos y los pobres a la indigencia; la clase media, puro eufemismo: pobres ¡con clase! Y es que cuando de cada diez siete están jodidos, a estos les importa un comino el poder de los primeros; los instintos no tienen neuronas para memorizar apellidos ni a la delincuencia de calle (o de exclusión social) les intimidan los rangos.

Señores, aquí decide el hambre. Solidaridad y Bonogás, la alianza electoral de los excluidos, quita y pone presidentes. Ya esto no es la aldea rural y supersticiosa de Balaguer ni de San Nicolás López Rodríguez, es un hacinado gueto urbano donde cualquier esperpento mangonea.

Las señales no están llegando a donde debieran. Entiéndanlo, señores oligopolios, aquí el hambre decide y pone a quien la quite, aunque sea por un día. Vayan a Pedernales y Hato Mayor. En la ruta hacia “Romana” hagan un vuelo rasante debajo del puente Juan Bosch; aprovechen un asueto de los tantos que tenemos y hablen con ellos; vean cómo viven. Esa es la fuerza social que puede caer en las manos de un carismático “acomplejado” (para usar el cinismo retórico de un amigo empresario). Cuando eso suceda (¿o está sucediendo?), se sorprenderán de lo que realmente valen sus inversiones. Me sobrecoge más la miopía de los que tienen que el rugido salvaje de la paria enardecida.

Perdónenme, pero las 46 familias que se han aprovechado del 5.4 % del crecimiento del PIB en los últimos 15 años son tan responsables de la estabilidad social como el propio gobierno; esas que detentan más del 40 % de la riqueza nacional debieran retribuir socialmente sus réditos. ¡Compréndanlo de una buena vez! Generar empleo y pagar impuestos no las convierten en heroínas: son grandes deudoras sociales a quienes el Estado les ha garantizado por generaciones el privilegio de sus oligopolios con un modelo económico prêt-à–porter y oportunidades en las contrataciones públicas.

Unas preguntas al CONEP: ¿Dónde están los clusters empresariales para promover programas inclusivos de desarrollo? ¿O los grandes proyectos asociativos para impulsar estrategias socialmente responsables? ¿Tienen los burós empresariales una agenda de atención a los Objetivos del Milenio? ¿Cuál ha sido su contribución efectiva al estudio de la pobreza y la marginalidad? ¿Cuáles son las propuestas de políticas públicas en materia de educación, seguridad y salud? Despierten, señores, una reforma fiscal es un bocadillo insípido frente a un cuadro de tensión social. A eso nos conduce su omisión en el cuadro de pobreza social que peligrosamente late. Se están perdiendo en lo claro. No es poniendo a tecnócratas en la burocracia estatal para ganar incidencia o cuotas de poder ni financiando las mismas propuestas políticas de un modelo político consumido, corrompido y degradado.

A veces hay que sobreponerse a los prejuicios, esos que hacen creer como ofensivas o resentidas estas apelaciones, calificadas como izquierdistas, desfasadas o populistas por la intransigencia encumbrada o como animadas por agendas o intereses prestados. Lo entenderán cuando la violencia social asalte sus alcobas o tengan que operar sus negocios desde Miami. Y esto no es una amenaza, como una vez quisieron interpretarme en uno de esos arrebatos de intolerancia elitista; es una advertencia severa y poderosa porque los desafíos no están para cursilería poética ni retórica rosa. El problema dominicano es que tenemos políticos depredadores y empresarios sin visión; esa es la ecuación perfecta para que no suceda nada en un país donde puede suceder cualquier cosa. Lo peor: la gente ya lo sabe y empieza a incomodarse. Se lo dice “un resentido”…

Artículo original de Diario Libre.