El maldito precio de ser mujer. Por José Luis Taveras

No me motiva escribir sobre fechas emblemáticas, suele ser un esfuerzo protocolar muy aburrido. Hablar de la mujer en un día como hoy me parece retórico, por un solo motivo: su inmensa razón humana no cabe en un calendario. Tampoco me consumiré en halagos desbocados propios de estos tiempos porque creo que el mejor tributo que puede esperar una mujer no es una fecha, una antología de poemas, una proclama de derechos astrales ni un manifiesto de intenciones gloriosas. Ella, en esencia, solo aspira a que esta sociedad tribal le restituya lo que siempre ha sido suyo: ¡dignidad!

El testimonio más inequívoco de que esa pretensión sigue siendo quimérica reposa en esta carta que me remitió una amiga, víctima de un bestial agravio, para que la publicara hoy. Me pidió reserva de su identidad. Honro su arrojo y entereza. Para mí, un decoro darle eco a esta voz ahogada en el más cruel tormento. Al terminar de leerla, les juro que el silencio les hablará. Pido a los hombres callar. ¡Esto tiene que cambiar!

Estimado José Luis. Desde pequeña tenía un héroe, una adoración. Él era lo más grande para mí; la figura principal de nuestro hogar. Sus acciones animaban la admiración de todos. Cariñoso, solidario y emprendedor. Siempre ayudaba al prójimo; ofrecía consejos, regalaba bicicletas, dinero, solares o lo que fuese. Me celebraba cada momento, me apoyaba. Creía en mi capacidad como nadie más. Solía guardar mis dibujos. Me hacía cantar y bailar frente a todos. Para él, era su pequeña artista. Siempre me decía cuánto me quería.

Con tan solo siete años, una noche, de camino a la casa, le pidió a mi madre conducir para ir conmigo en el asiento de atrás. Ella ingenuamente cedió sin pensar en lo que haría. Recuerdo las líneas amarillas de aquella carretera oscura. Deslizaba su mano bajo mi falda. Movió mi panticito hacia un lado y comenzó a frotar mi vulva. Los movimientos seguían y seguían; sentía como introducía las yemas de sus dedos en mi vagina. Sin aire, fría y entumecida, me quedé viendo las líneas amarillas. No tenía forma de pensar ni de entender. Él conversaba como si nada y su mano trepadora me laceraba de forma repulsiva. Se repetía la situación una y otra vez. En el baño, me pedía llevarle papel. Me ponía de espalda, me bajaba la faldita. Me domaba, poniendo su pesada mano en mi hombro. Comenzaba a tocarme o a masturbarse; eyaculaba y tiraba el papel húmedo en el inodoro. Me acosaba en la cama de mi madre, en su carro, en la oficina. Luego del divorcio, en la habitación donde dormía. Un sin número de veces, volvía y me destruía.

Llegué a enamorarme de un niño, pero me sentía sucia e indigna, como una mierda. Me cuestionaba, buscaba fuerza y seguía. Me desahogaba dando golpes a un balón que me ayudaba a sacar la ira. Casi cumpliendo los 14 años, mientras él trataba de introducir su inmundo pene en mi cuerpo, se detuvo y me dijo: “No podemos seguir haciéndole esto a tu madre; yo le reclamé: “¿A mi madre? ¿Hacerle esto a mi madre? ¿Acaso es voluntario? ¡Lo que tú me has hecho, no se lo merece nadie! ¿Quién diablos te dio permiso para destruirme? ¿Quién te dio derecho?” No dije ni una palabra; siguió como si nada.

Escucharle decir: “tú no te imaginas cuanto te quiero” o resistir impotente la aparente convicción de mis familiares de que era loco conmigo, era asfixiante. Él, admirado por el pueblo; yo, deseando verlo muerto. Y no es que tenga malos sentimientos, es que verlo sin una gota de arrepentimiento no me hace sentir paz.

Crecí inundada de rabia y rencor, con una actitud agresiva en contra de mi madre y de mi hermano. No entendía por qué si ellos eran tan celosos y protectores, no se habían percatado de la situación. ¿Por qué tantas amenazas cuando lo peor estaba en la casa? Sabían que había tocado a casi todas las empleadas domésticas. Sabían que era infiel con un sinnúmero de mujeres. Sabían que había una empleada que renunció, diciendo que él trató de abusarla. Sabían que él era un depredador sexual ¿y por qué nadie me cuidó?

Me costó muchos años entender que posiblemente nadie en mi familia hubiese evitado que pasara. Mi madre hizo todo lo humanamente posible para que creciéramos en un ambiente de amor. Trabajaba por tres personas para procurarnos comida, salud, techo y educación, independientemente de si entraba o no dinero de parte del benefactor. Cuando trataba de alejarme de ese que se llamaba mi padre, mi madre me decía: “aunque estemos divorciados, quiero que pasen tiempo con él, que lo amen y respeten”. Trataba de hacer su mejor rol para tuviésemos una vida convencional.

Ante los ojos de todos es normal que una niña se desarrolle compartiendo con su papá. Él encubría el horror con sus palabras y sus acciones solidarias. Mientras callaba, veía y sentía que no solo era yo su víctima. Me fijaba en su perversa inclinación hacia ciertas niñas. En conversaciones indirectas le decía: “¡Aléjese! Regale o done lo que usted quiera, pero no se involucre con niños. No quiero que usted siga dándole dinero”.

Nadie podrá imaginar cómo se vive con demonios; cómo se lucha contra el horror; cómo se trata inútilmente de ser feliz; cómo el dolor tranca el pecho; cuánto se desconfía, cuestiona y cuesta concentrarse, estudiar, trabajar y tener una relación estable en una vida normal.

Siento que no es solo él, que hay muchos enfermos, animales depredadores que andan sueltos. Políticos, empresarios, hombres con vidas rutinarias. Uno de sus amigos, siendo aún niña, me preguntó, si podía besar mis labios. Es sobrecogedor que la sociedad ignore o bien acepte estos hábitos. ¿Dónde está la garantía de una maldita justicia? ¿Por qué lo hacen? ¿Qué pasa por su cabeza fría? ¿Por qué a una niña? ¿Por qué a tu hija?

Crecía tratando de buscarle sentido a la vida, aunque arrastrara una marca indeleble. Tuve un noviecito a los 16 años; me llegó a pedir tener relaciones con él, y yo, queriendo, no podía. Tenía miedo de no sangrar, de que me preguntara si alguien antes que él me había poseído. Siguió su camino y prefirió estar con quien le daba lo que yo no podía.

He comenzado a hablar discretamente, sin hacerle daño a mi madre ni a terceros. Me toca buscar la paz que añora mi espíritu y los medios para no encubrir ni permitir que se siga arruinando otras vidas. Trataré de ser feliz con quien tengo a mi lado, que es mi adoración, sustento… y todo…

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