viernes, abril 19, 2024

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El Mesías Verde. Por Juan Lladó

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El rotundo éxito de la Marcha Verde de Santiago ha confirmado que el país está viviendo una escabrosa crisis política. La olla de grillos de Odebrecht ha desatado los demonios de la inconformidad ciudadana y, salpicada por sus ramalazos, la partidocracia se encuentra retada a responder.  Muchos esperan que surja un líder del Movimiento Verde que sea capaz de desplazar del poder a los partidos tradicionales,  mientras otros piensan que los partidos deben protagonizar su propia renovación. Ensombrece el panorama que cualquiera de esas opciones sería difícil de orquestar y,  si no se estructuran bien, podrían hasta merecer el escarnio de la ciudadanía.

La crisis la atestigua el ánimo público.  La encuesta Gallup-Hoy de febrero reveló que un 87% de los dominicanos cree que los funcionarios de los tres últimos gobiernos recibieron sobornos de Odebrecht.  Un 62% de los encuestados señala a los de Leonel Fernandez como los más corruptos, mientras un 50% señala a los de Danilo Medina y un 42% a los de Hipolito Mejia.  Junto a la delincuencia, la corrupción figura así entre las dos preocupaciones principales de la población y muchos son los que creen que estos dos flagelos se alimentan mutuamente. Tal peligrosa percepción no ha provocado un estallido social, pero pudiéramos estar al borde si no se enfrenta la situación.  Y el reclamo por el fin de la impunidad es el más apremiante correlato.

La prudencia sugiere, en primer término, que la modalidad de protesta que hasta ahora ha conquistado a la clase media, los jóvenes y algunos militantes partidistas no debe desnaturalizarse con acciones insensatas.  Por suerte, aquí no hay condiciones para un golpe de estado ni para una poblada de grandes proporciones.  Con 2.5 millones de armas de fuego en manos de la población y cientos de generales en las Fuerzas Armadas y la Policía, lo del golpe es cosa del pasado. Los disturbios callejeros de quemada de gomas, asaltos a la propiedad privada y tiroteos tampoco deben tener cabida en esta coyuntura.  Además, no se justifica que se llame a una huelga general que demande la renuncia del Presidente de la Republica o cosa parecida.

En efecto, una perturbación mayor por si sola no sería la solución a la impunidad. Los verdes también han descartado hasta ahora una insurrección civil como método de lucha.  Aunque las marchas deban continuar, al país no le conviene un desorden como respuesta al escándalo de Odebrecht.  Lo que se podría perder en empañamiento de la imagen del país en el exterior, el turismo y las inversiones extranjeras sería mucho más de lo que la empresa ha esquilmado.  El debido proceso de ley debe primar y hasta tanto la fiscalía brasileña devele en junio las informaciones incriminatorias que identifiquen culpables, la moderación debe ser la regla de la protesta ciudadana.  Esto así porque es casi seguro—por razones conocidas– que nuestra Procuraduría General no se adelantara al prometido aporte brasileño.

Aunque suene necio, conviene que vayamos buscando una solución política a la presente crisis a través de los partidos. A nadie beneficia que colapse el sistema de partidos establecido en la Constitución y se ponga en peligro nuestra democracia.  Los partidos son los instrumentos de canalización de las aspiraciones ciudadanas y no tenemos por qué inventar un esquema diferente.  Pero la clase política debe sincerarse con la admisión de que la inconformidad ciudadana demanda una profilaxis de la partidocracia. A los partidos debe exigírsele un PACTO DE RENOVACION Y PROBIDAD que instrumente una serie de medidas redentoras.

El primer eje del Pacto sería la aprobación ya de cuatro leyes esenciales para dar un salto cualitativo en la práctica política.  Estas incluyen 1) la de partidos políticos, 2) la electoral, 3) la de transparencia y responsabilidad fiscal, y 4) la de fiscalización y control del Congreso Nacional. A seguidas se convocaría al Consejo Nacional de la Magistratura a fin de recomponer las Altas Cortes a fin de que su membresía refleje una imparcialidad política más rigurosa.  El partido de gobierno deberá aceptar un mejor equilibrio de estas instancias judiciales con la incorporación de jueces no partidaristas.

El segundo eje sería una reforma constitucional para establecer un estricto régimen de consecuencias contra la corrupción administrativa.  Los partidos deben aceptar una participación de la sociedad civil en su monitoreo policial.  Puesto que la clase política ejerce la tutela de la sociedad, el reto más significativo seria que la sociedad civil juegue un papel en la escogencia de los incumbentes de los órganos de control que están llamado a ejercer su vigilancia: la Cámara de Cuentas, la Contraloría General de la Republica (CGR), Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA), Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental (DIGEIG) y la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP).  Esto no debe ser difícil si se supone que, en su faena patriótica, la clase política aspira a ejercer el servicio público sin mayor animo de lucro.

En este “punto de inflexión”, el país también necesita una depuración de su clase política mediante el repudio a la cultura patrimonialista que ha devenido en prácticas de corrupción sin precedentes.  Los partidos mayoritarios (PLD, PRM, PRD, PRSC) deben mudar la piel (y los demás seguirán su ejemplo).  Por tanto, como tercer eje del Pacto deberán comprometerse a renovar su liderazgo de cara a la contienda electoral del 2020. Los tres expresidentes deben renunciar a sus aspiraciones de volver a ser candidatos presidenciales.  Estos últimos, aunque escogidos del liderazgo emergente de la militancia partidaria, deberán tener menos de 50 años de edad y poseer un perfil de probidad y competencia gerencial inobjetables. La fragancia de las jóvenes figuras, adornadas por su idoneidad, ayudaría a restablecer la esperanza del electorado.

El cuarto eje del Pacto impondría una reingeniería del gabinete del Presidente Medina para lo que resta de su actual periodo. De los 15 ministerios existentes se quedarían 10 de los parciales del partido de gobierno, aunque la mitad de estos tendrían que ser nuevos incumbentes escogidos por su idoneidad. Otras tres posiciones, incluyendo la Procuraduría General, serian ocupadas por prominentes miembros de la sociedad civil y otras dos de los partidos minoritarios. A esto debe añadirse la persecución y posterior encarcelación de tres o cuatro personajes de los señalados como los más corruptos para así sellar con contundencia el compromiso de probidad y aplacar la ira de los verdes que no son mansos.

A pesar de haber ganado con una mayoría de un 62% de los votos, el Presidente Medina tendría que aceptar esta mediatización de sus prerrogativas presidenciales.  Pero el Pacto prácticamente garantiza que terminaría su periodo de gobierno –sin necesidad de una amnistía general—porque los partidos no serían proclives a iniciar ningún juicio político contra el en el Congreso.  De todos modos, aun si los idus brasileños de junio pudiesen implicar a los partidos mayoritarios en el recibo de contribuciones de Odebrecht para sus campañas, será casi imposible encontrar las pruebas y, al negar los partidos las acusaciones, la Procuraduría se vería impedida de actuar.

Nuestra historia postrujillista, sin embargo, ha demostrado que el Pacto sugerido podría ser un trago demasiado amargo para los partidos.  Precisamente porque los del gobierno están muy aferrados a sus privilegios y los de la “oposición” aspiran, con ansiedad atávica, a disfrutar de ellos habría poco espacio para el desprendimiento altruista.  De ahí que sea pertinente considerar la alternativa del adalid verde que algunos proponen para encabezar la cruzada de renovación política de nuestra democracia.

Aun con una lámpara de batería reforzada, Diogenes no ha dado con la figura que pudiera liderar el Movimiento Verde para conquistar el poder a través de las urnas en el 2020.  Los requisitos que debe llenar esa figura no son fáciles de encontrar en una sola persona.  En adición, cualquier figura corre el riesgo de no poder aglutinar los apoyos necesarios, especialmente si los sectores conservadores de la sociedad recelan de su probable inexperiencia política y gerencial.  Es muy difícil generar el consenso que erija a esa figura en líder nacional y el tiempo que resta para las próximas elecciones es demasiado corto para que pueda construir un firme liderazgo. Con nuestra tradición presidencialista, también se corre el riesgo de que el neófito desvirtúe su ejercicio del poder por no manejar bien los requisitos de la gobernabilidad democrática.

Las aprehensiones citadas podrían morigerarse con el complemento de un equipo de líderes de la sociedad civil que fueran ofertados al electorado como los probables incumbentes de los ministerios.  Se entendería que, de ganar las elecciones la candidatura verde,  surgiría así un gobierno colegiado compuesto por figuras competentes de la sociedad civil. Pero sobre este esquema tenemos muy poca experiencia en el país y no es nada seguro que resultaría exitoso.

Las dos alternativas electorales reseñadas más arriba para resolver la actual crisis política son bien ambiciosas y tienen sus bemoles. Lo  ideal es enemigo de lo práctico y no es seguro que nuestra cultura política podría absorber una transición basada en cualquiera de los dos esquemas.  Ante tal incertidumbre no queda más remedio que esperar los idus de junio para entonces ver la reacción de la clase política y determinar cómo debe proceder el Movimiento Verde.

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