sábado, abril 20, 2024
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El Principio Del Fin. Por Pedro Montilla Hijo

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El Principio Del Fin. Por Pedro Montilla Hijo

Salían de todas partes. Los vi bajar del puente peatonal, cruzar la avenida John F. Kennedy sobre el paso a desnivel, caminar desde el oeste junto al Centro Olímpico Juan Pablo Duarte, descender de toda suerte de vehículos, públicos y privados y avanzar con inusitado entusiasmo al punto de encuentro. Al estacionarme en la calle Mayor E. Valverde, observé con sumo agrado como una pareja -que me aventajaba considerablemente en edad- vencía, en conjunto, los achaques de los años y ayudándose mutuamente se aproximaban al llamado de la historia.

Emocionado, recorrí el tramo de la Máximo Gómez que me comunicaba con la avenida 27 de febrero y descubrí con sumo agrado que, pese a llegar mucho antes de la hora convenida, al menos un millar de personas se habían adelantado también y mostraban una inusitada mezcla de entusiasmo, indignación, denuedo y esperanza. Subí con alborozo al puente peatonal desde donde tomé algunas fotografías mientras me asombraba de la llegada de muchos compañeros de marcha, algunos de ellos en verdaderos escuadrones que a los lejos impresionaban.

Descendí entonces por las escalinatas que dan a la esquina nordeste y me encontré con sumo agrado a varios compañeros de la labor jurídica que se habían sumado al reclamo popular. Con cierta dificultad atravesé a un denso grupo que llegaba a las inmediaciones de la Universidad Iberoamericana y a eso de las 10:30 inició la ansiada Marcha por el Fin de la Impunidad.

Convocados por un nutrido grupo de entidades de la sociedad civil, los manifestantes atendíamos a un llamado que nos invitaba a protestar contra la corrupción y la impunidad, a recuperar el poder paulatinamente sustraído al pueblo, mediante una acción sorprendentemente simple: ver los males del país como nuestro más grave problema, dejar de tolerar todo con apatía y dejadez, y recordar que la esencia de la democracia que tanto hemos profesado está en nuestra participación, en nuestro compromiso.

Iniciada la marcha, sentí como las injustificables diferencias que hemos construido se desplomaban; era imposible distinguir entre los que clamaban justicia por los absurdos criterios que se nos han impuesto con los años: en la marcha no había ricos ni pobres. No se distinguían los religiosos de los no practicantes. Las injustas distinciones por el grado académico se esfumaron y se podía escuchar cómo las propias ideologías políticas palidecían ante el objetivo común.

Vi la alegría en los rostros. En la sonrisa del niño que corría y hasta en la del padre que le perseguía con esfuerzo para no perderle en la multitud. Vi alegría en cada grupo al que se sumaba una persona aquejada de alguna dolencia física que le impedía caminar sin un esfuerzo hercúleo; cada grupo al que se sumaba alguien así era iluminado, su determinación arrancaba vítores de los demás y convertía cada rostro en una lámpara de luz. Pero la alegría que más llamó mi atención fue la de los agentes policiales que estuvieron a nuestro lado todo el tiempo. Esas personas valiosas que han sido tantas veces utilizadas por nuestros gobernantes para hacernos daño, parecían querer sumarse al reclamo y avanzar a nuestro lado. “Marchamos por ti”, le dije a uno de ellos que estaba apostado en la avenida 30 de marzo. Él me miró a los ojos y musitó “lo sé”.

Vi la sinceridad de los manifestantes, expresada a gritos y en el medio de una divertidísima gama de carteles que invitaban a la reflexión más profunda. La más aplaudida advertía incluso de los lobos que vestidos de ovejas buscaban huir de su esencia con una franela verde entre nosotros.

Vi a la juventud. Vi a la más hermosa juventud, la rebelde, la sedienta, la inconforme, la crítica. Esa que muchas veces damos por extinguida, esos jóvenes que pensamos que fueron eliminados por el horrible monstruo que eligió Navarrete como punto de partida. Esa juventud estaba allí, con alborozo, con determinación y con la oportunidad de reescribir su propia historia.

Vi también a aquellos a quienes el imparable paso de los años había abatido. Una señora muy mayor que apenas podía sostenerse de pie, se arrimó a su ventana en el segundo piso de un edificio que da a la avenida 27 de febrero y con la ayuda de quien parecía ser un familiar nos animaba. Atesoro la exhortación de su sonrisa como ningún otro llamado a continuar.

Y así, mientras tanta patria se desplazaba, llegamos al Parque Independencia, do recordamos a nuestros grandes héroes, algunos de los cuales encabezaron manifestaciones similares a la nuestra en aquel mismo lugar histórico. Allí no hubo discursos grandilocuentes, ni figuras notables, ni protagonismo de ninguna especie. Allí el pueblo se expresó en su conjunto y se prometió a sí mismo no desmayar hasta recuperar aquello por lo que tantos han dado su vida.

Finalmente nos alcanzó la tarde, cesaron las voces y los grupos empezaron a dispersarse, entre encuentros, abrazos y anécdotas. El lugar en el que se convocó a decenas de miles sin recurrir a las indignas prebendas que acostumbra a ofrecer nuestra clase política, quedó limpio (mucho más que como estaba a nuestra llegada), con un ejemplo que acentuó todavía más la esperanza que ya se dibujaba en nosotros; no la esperanza que nos hicieron creer los “reformadores” de las últimas décadas y que han diseñado mecanismos institucionales para hacer con formalidad las atrocidades de siempre, sino la que apunta a un cambio genuino que, si bien no ha de acontecer en un abrir y cerrar de ojos, no puede quedar atado a la “gradualidad” con la que nuestros gobernantes en verdad la eternizan.

El pasado domingo se marcó el principio del fin. El fin de nuestra visión delegativa de la democracia (Guillermo O´Donell) con una pobre participación de la ciudadanía cada 4 años, para convertirse en la genuina democracia deliberativa (Carlos Nino) en la que el consenso y la participación activa de todos los sectores construye el pluralismo, consolida la institucionalidad y se traduce en justicia social. Fue un primer paso, pero un paso agigantado. Y en los allí presentes descansa la responsabilidad de apurar la llegada de los siguientes, hasta la cúspide.

Pedro Montilla Hijo, ciudadano.