EPITAFIO DE LA IMPUNIDAD Por Juan Llado

Juan Lladó

EPITAFIO DE LA IMPUNIDAD
Por Juan Llado — Especial para Somospueblo.com

“De fuera vendrá quien de casa te echara” es un refrán de uso frecuente entre nosotros. Viene al caso al ponderar los escándalos de corrupción de los Tucanos y Odebretch, ambos generados y judicializados fuera del país pero que deberán tener consecuencias locales directas. Porque en el caso de Odebretch la empresa admitió la comisión de los sobornos, hay motivos para esperar que este hecho sin precedentes estremezca la costra de impunidad que atenaza a nuestra sociedad.
A nivel local con frecuencia se denuncia el pus de la corrupción como uno de nuestros grandes males. Las estridencias mayores se atribuyen a los desvaríos de la clase política, pero sería injusto ignorar que elementos empotrados en “la sociedad civil” son cómplices encubiertos. De cualquier modo, en el mundo globalizado de hoy día las repercusiones de las malas prácticas no se quedan en el patio. De ahí que Transparencia Internacional, una ong también extranjera, nos coloque en el puesto 33 de 168 países en su informe del 2016 sobre Percepción de la Corrupción, en el cual 100 significa ausencia total de corrupción y 1 presencia de gran corrupción.
En esta coyuntura una parte sana de la sociedad civil esta reaccionando de manera iracunda a las noticias sobre los sobornos de Odebretch (aunque no incluya el dormido expediente de los Tucanos). Se ha desencadenado una llamarada abrasadora de indignación ciudadana que esta convocando a una marcha multitudinaria “Por el Fin de la Impunidad” para el 22 de los corrientes. Pero aun si esa protesta alcanza altas cotas de participación, estaría por verse si nuestro entramado institucional es capaz de montar una persecución judicial efectiva que fortalezca, en vez de dañar, nuestro ejercicio democrático.
Razones sobran para el escepticismo. La opinión pública está bien condicionada a no esperar resultados positivos de las frecuentes e incesantes acusaciones de corrupción contra la clase política. La sensación de una gran parte de la población es que, frente a los sonados casos de los Tucanos y Odebretch, no se enjuiciara a nadie y que las autoridades harán dormir los expedientes para proteger a los culpables. Para muestra, muchos citan el desistimiento del Ministerio Publico frente a la acusación de corrupción hecha contra un conocido senador ante la Suprema Corte de Justicia. Y afirman que los tres poderes públicos están en manos del partido de gobierno.

Independientemente de la veracidad de esta percepción de la situación, una revisión panorámica de las actuaciones de los poderes públicos sugiere su aceptación. Para comenzar basta mencionar que llevamos años oyendo que la Cámara de Cuentas, el principal órgano fiscalizador del aparato gubernamental, denuncia irregularidades mayúsculas en el manejo de los fondos públicos –principalmente en los cabildos—y no se conoce más que el caso de San Francisco de Macorís donde se ha judicializado la denuncia. Lo último fue que los funcionarios municipales fueron virtualmente excusados de presentar su Declaración Jurada de Bienes ante la Cámara.

Similar tibieza exhiben también otras dos instancias de control gubernamental, la Dirección General de Ética e Integridad Gubernamental (DGEIG) y la Dirección General de Contrataciones Públicas (DGCP). Aunque han emitido resoluciones, provisto normativas, creado comisiones en las entidades públicas y requieren papeleos y tramites protocolares, no han todavía producido una acusacion que se haya traducido en una condena judicial ejemplarizante. A pesar de la probidad de sus cabezas y a algunas actuaciones puntuales en la dirección correcta, la percepción generalizada es que son una burocracia más que acogota al Estado. Y quien lo dude debe recordar que las veedurías públicas han fracasado estrepitosamente sin que estas instancias hayan hecho nada al respecto.

Ni hablar del Ministerio Publico. Este se muestra muy diligente y comprometido cuando las infracciones han sido cometidas por pobres diablos, pero por lo general le falta dentadura para enfrentar a los poderosos. De hecho en una gran parte de la sociedad prima la creencia de que las instancias judiciales exhiben una decadente porosidad: aquí se soborna a los fiscales y a los jueces y se compran las sentencias. En materia de corrupción no ha servido de nada que se creara una instancia especial para perseguirla, la Procuraduría Especializada de Persecución de la Corrupción Administrativa (PEPCA). Esta recibe las denuncias de la Cámara de Cuentas y de la ciudadanía, pero el único caso importante que ha instrumentado hasta ahora ha sido el del referido senador, sin que haya tenido éxito su accionar. A la PEPCA se le ve como el destino seguro para el apadrinamiento de la impunidad de los poderosos.

A las falencias de los poderes judicial y ejecutivo se añade, para colmo, una total desidia del Congreso Nacional en materia de fiscalización, su otra gran función. La actuación de sus numerosas comisiones internas se limita a consensuar leyes, sin que se haya visto el primer caso de la época postrujillista en que este cuerpo haya interpelado a nadie por acusaciones de corrupción. Nadie es “llamado a capitulo” y las denuncias públicas de algunos legisladores aislados se las lleva el viento. Nunca se ha dado el caso de que el Ministerio Publico haya investigado una denuncia de corrupción por parte de un legislador. Y los casos de legisladores que han sido sometidos a la Suprema Corte nunca han versado sobre corrupción sino sobre rencillas políticas y difamación.

Ante tan pálido desempeño de los poderes públicos en materia de corrupción se justifica albergar serias dudas de si podremos, como sociedad, desterrar el moquillo de la corrupción. Hay razones para pedir que la clase política libre la gran batalla de redención. Esta clase domina los estamentos del Estado encargados de combatir el flagelo en todos los estratos de la sociedad y, dado su tutela de la misma, debería encabezar los esfuerzos por extirpar ese cáncer. De ahí que se justifique que la sociedad civil sana reclame a la clase política una unción de dignidad y decoro cívicos, no sin reconocer que la sociedad civil misma tiene también que atrincherarse en las buenas practicas.
La futura Ley de Partidos Políticos deberá abordar el tema de la corrupción y establecer disposiciones que la prevengan y combatan efectivamente. Mientras, las discusiones previas a su formulación habrán de contemplar las alternativas disponibles. No podríamos confiar en que las instancias de cumplimiento de la ley actuaran de repente como una policía política (o División de Asuntos Internos) de la clase política, ni podemos acudir a instancias internacionales –como lo sería la Interpol—porque eso sería inconstitucional y talvez ni siquiera existan los mecanismos. Pero si podemos aspirar a que una sociedad civil empoderada haga funcionar a los mecanismos locales. Después de todo, esa es la esencia del ordenamiento democrático.
¿Estamos, frente a los casos de Odebretch y los Tucanos, en el “punto de inflexión” que nos depare un nuevo clima de probidad entre nuestra clase política? Así parece. Nunca antes en nuestra historia republicana había sucedido que las acusaciones sobre corrupción gruesa de la clase gobernante provinieran de instancias judiciales del exterior. (En el caso de los EEUU, su Departamento de Justicia habría respondido el reclamo que le hiciera el Presidente Medina al Embajador Brewster por señalamientos concretos de corrupción.) Tampoco se había registrado un caso en el cual los corruptores habían confesado su culpa y aceptaran resarcir con multas a las víctimas. Por ende no existe el más minino resquicio para que algunos elementos desaprensivos no vayan a parar a la cárcel y la mencionada marcha del 22 debe dejar eso bien claro.
La “inflexión” ejemplarizadora debe venir por el lado de la Odebretch. Como argumenta un incisivo analista del caso, “El hecho de que ya estén confirmados los sobornos a funcionarios dominicanos es suficiente evidencia para que el gobierno dominicano proceda a exigir a Odebretch una reparación económica que podría oscilar entre USD459 y USD918 millones, según los criterios que fueron aplicados por el Departamento de Justicia de USA. Esto no requeriría de un proceso judicial, pues Odebretch ya ha confesado su culpabilidad.”
Otros países involucrados en el sonado caso de Odebretch ya han concertado acuerdos de resarcimiento con la empresa. A nosotros nos toca exigir lo que en buena lid nos toca y esto debe ser que Odebretch termine la Planta de Punta Catalina sin que el Estado Dominicano tenga que aportar un centavo más, además de una “ñapa” para reforestar todas las montañas del sur. Esa planta se convertiría así en un epitafio elocuente de la corrupción de la clase política porque esta asimilaría la lección de que los sobornos y otros ilícitos tendrán consecuencias y que, en un mundo globalizado, extraer pagos fraudulentos de empresas extranjeras conlleva el riesgo de quedar atrapado por las redes inmisericordes de la justicia ciega.