Mentir el Evangelio. Por Gnosis Rivera

¡Exacto! Lo recitan, lo rezan, lo cual significa repetir y repetir como hacía yo de pequeña con las tablas de multiplicar para embotellarme esos números. Lo podrán meditar, reflexionar y conmoverse por ello, pero, ¿lo ponen en práctica? ¿Hacen praxis la palabra de amor al prójimo? ¿O es que han entendido todo mal? Por supuesto, generalizar es odioso, molesto y de inmediato derrumba cualquier argumento. Yo sé que no todo sacerdote católico es un abusador de menores; sé de sacerdotes excepcionales, que viven en la propia piel y el corazón la consigna de amor al prójimo; solo que las estadísticas no me permiten pensar en algo más que un problema verdaderamente medular en la Iglesia Católica y en nuestra sociedad pasiva, ahogada en la doble moral, y eminentemente creyente de la fe cristiana.

En este momento estoy triste, irritada, molesta. Pasan cosas que, aun puedan comprenderse y hasta entenderse, por aquello de que “nada humano me es ajeno”, no dejan de ser hechos horrendos, espantosos, que reflejan mucho más que lo obvio. Lo ocurrido entre el sacerdote Elvin Taveras y el menor Fernelis Carrión refleja no solo una situación que se viene repitiendo con insistencia en la comunicad católica, sino que pone en evidencia cómo la pobreza es el germen de una inmensa cantidad de males y abusos.

La Iglesia, como esfera de poder, tiene graves problemas. Y no me refiero solo al pedazo de Iglesia que le toca a República Dominicana, hablo de la institución como tal. Por mucho mercadeo que haga el Papa Francisco, con todo y su popularidad y declaraciones nada ortodoxas, aun cuando los feligreses insisten en que los abusos a menores son hechos aislados, que no todos los sacerdotes deben pagar por lo que uno en particular hace, no menos cierto es que la Iglesia ha mantenido una postura blanda, encubridora y laxa, y de esta manera, de inmediato, el hecho “aislado” se convierte en un asunto que compromete y compete a todo el gremio.  A mí que no me lo digan de otra forma, porque no lo entiendo.

Precisamente por esa actitud conveniente con el silencio y la complicidad es que resulta plausible que  Mons. Francisco Ozoria Acosta haya condenado rápidamente lo ocurrido, suspendido el ejercicio del sacerdocio a Taveras y solicitado para este todo el peso de la Ley. Sin embargo, ¿debo yo aplaudir a Ozoria por actuar justo como corresponde? ¡Por supuesto que no! Es como felicitar a una madre o a un padre por procurar alimento para sus hijos. Resulta que cuando una sociedad se acostumbra al abuso, cualquier gesto de respeto al derecho colectivo o individual es visto como una especie de milagro. Es un síntoma grave. Además, ¿qué garantiza que esta no sea una pose más de las autoridades eclesíasticas? Lo único que mínimamente podría hacerlo es la insistencia de una feligresía compretida, no una que voltee  la mirada hacia otro lado mientras repita “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”.

La población católica, especialmente aquella que asiste domingo tras domingo a la celebración eucarística, se mantiene, adrede o no, distante de estos hechos. Si de verdad se asomaran a la realidad que significa que cientos de jovencitos y menores sean abusados por sus líderes parroquiales, años tras años, casi por tradición, pienso que no asistirían. Tampoco lo harían si reflexionaran en el significado verdadero que predica el Evangelio del Jesús cristiano.

¿Se ha preguntado qué pasó con los abusados de Juncalito? ¿Qué ha ocurrido con todos los niños que fueron manoseados por Wesolowski? Sus familias, la vida escolar de estos niños, cómo dormirán, cómo será cuando tengan sus primeras experiencias sexuales “normales”, las que correspondan a su edad cronológica y mental, a su tiempo, al devenir adecuado de una vida que interactúa y socializa… ¿lo ha pensado?

¿Se ha preguntado, en la intimidad de su corazón, por qué siempre son niños pobres, de nuestros barrios más humildes? Al menos esos son los casos que saltan a la luz pública. Parece que el pobre, cuando se sabe desprotegido y desvalido pierde hasta la vergüenza de la tacha social, no como aquellos que nadan en recursos materiales y no pueden –ni se atreven a– verse señalados por sus pares en su moral y honra.

Es difícil, lo sé. Yo lo pienso y me deprimo. Es más fácil hablar de abuso y dejarlo así, ¿cierto?; se afronta menos el drama. Imagine que la misma palabra que usamos para decir, por ejemplo: –una libra de ajo ronda los RD$200.00 pesos, ¡eso es un abuso! –, es la que empleamos para hablar de estos muchachos, ¡un abuso! Sería más aterrador apelar a los términos que sí definen lo que ha ocurrido a lo interno de estas parroquias, no solo en nuestro país, sino en todo el mundo donde hay presencia de líderes religiosos (más que claro tengo que esto no es exclusivo del catolicismo). Es mejor decir “abuso” que imaginar a un sacerdote colocando a un niño de rodillas y conminarlo a hacerle felación… ¡exacto! ponerlo a succionar su pene para su satisfacción. Es mejor que imaginarlo manosear las partes privadas de un niño de 7, 8 o 9 años.

Es angustiante describir estos hechos, es horrible, asqueante. Yo redacto estas líneas y se agita mi latido y me siento iracunda. Entienda que esto ha ocurrido a muchos niños dominicanos ¡por años! Y esa Iglesia, que apoya y esconde y miente, que saca a los violadores por la sala VIP de los aeropuertos, esa Iglesia que presiona gobiernos para decidir sobre curríula educativa pública, incidir en la promulgación de leyes y en la aplicación de justicia, es la que mantiene cautivo domingo tras domingo a miles de almas para la honra y gloria de nuestro Señor. El contrasentido es abismal.

Por supuesto, nos falta ver con toda la honestidad posible el por qué una familia pobre entrega a su hijo a un sacerdote, le confía ese pequeño por horas, acepta presentes, promueve una relación que va más allá del contexto que supone un catecistmo o una prédica. Antes de acusar y excusar, se hace obligatorio entender cómo es que el poder y la autoridad se entrecruzan en medio de comunidades, familias y hogares carenciados. Urge hacerlo antes de señalar con el dedo.

Como último acto de fe –mezclada con soberbia, para los creyentes–, le invitaría a repensar en Evangelio; léalo de corazón, hágalo a conciencia, luego mire a sus hijos e hijas, abrácelos y ámelos e imagine que por ahí hay muchos niños y niñas que no pueden sentir un toque o un gesto afectuoso sin sentir temor y repudio. Piense en el trauma de un abuso sexual.