No quiero apelar a cursilerías patrióticas ni a invocaciones cívicas. Ir a una marcha no es un acto heroico como tampoco con ella se acabará la impunidad. La marcha no es un comienzo ni un final de nada; es una expresión viva y acuciante del presente.
Me aburren las teorías y críticas de los que banalizan y hasta satirizan esta manifestación, como de los que no aceptan que una parte de la sociedad pueda reunirse para expresar su intolerancia a la indulgencia moral de los gobiernos; tampoco sufro de delirios quiméricos para creer que este acto es una revolución primaveral.
Voy a la marcha porque me hace mal quedarme sentado; porque siento que es premiar con mi ausencia a delincuentes ramplones que solo por invertir en el negocio político se sienten con el derecho de desvalijarme y de paso ostentar de forma bufona su maldito éxito; porque quiero ver y compartir con gente que le repulsa el descaro político, la doblez de los que dirigen, los privilegios de unos pocos, las angustias y penurias de la mayoría por causa de las exacciones de aquellos y la concentración de la riqueza mal habida en manos de un puñado a costa de mis sudadas contribuciones. Marcharé sin importar quién o cuántos vayan; ni siquiera consideraré ni juzgaré las motivaciones de los demás; marcharé con determinación y firmeza ¡porque estoy harto de estar harto!
