Sin institucionalidad no hay Estado. Por Gnosis Rivera

En conversaciones recientes con amigos se puso de manifiesto un debate sobre cómo salir del atolladero de nación en donde nos metieron – ¿nos metimos?-.  La discusión dejó claro dos puntos que, aunque parecían contrarios, tenían en común la voluntad de discutir una alternativa de solución.  Mientras una parte defendía la lucha desde las calles, la otra sostenía con pasión que nada debe hacerse fuera de las vías institucionales. Ese concepto, institucionalidad, me ofreció un panorama poco esperanzador, dejando en el aire las siguientes preguntas: ¿Funcionan nuestras instituciones?; peor aún, de hacerlo ¿para quién o quiénes lo hacen? ¿Cómo puede venir el cambio desde instituciones que operan en forma deficitaria?

En mi opinión -y que conste que lamento considerarlo así, porque no es positivo-, es muy difícil que el futuro del país dé un giro importante desde sus instituciones, porque sencillamente el Estado como tal posee fallas estructurales tan profundas que lo convierte, prácticamente, en inoperante. En este punto me refiero específicamente a justicia, cultura, salud, educación, agricultura, y un etcétera que mete miedo y da ganas de llorar.

No pretendo ser negativa o exhibir un pesimismo excesivo. Pero el Estado está secuestrado. Hemos sido tomados por una mafia política, ante la mirada cómplice de una oposición que vendió, más allá del voto, una conciencia que no tenía. La que no lo hizo, venderse, se quedó con los brazos entre cruzados y colgados, y no supo entender la política que este pueblo necesita. Como triste resultado, con el voto del pueblo, el tuyo y el mío, -abstención incluida, por supuesto-, terminamos otorgando legalidad a un gobierno que, sencillamente, no está gobernando.

Entonces todo luce indicar que nos han dejado el trabajo difícil a nosotros. El destino de este país depende de usted y de mí, decididos a ser un nosotros, el pueblo. Este pedazo de tierra, que unas veces luce como nación habitada por ciudadanos, y las otras más como un conjunto de calles y esquinas aturdidas de gente que, apretujada, va de aquí para allá en forma antojadiza, entrando y saliendo de centros comerciales, ferias de automóviles y conciertos. Este país duele.

No estoy muy segura si será tomando las calles que nos convertiremos en grito y fuego; no sé si nos atreveremos a hacerlo; si apenas estamos listos. Ignoro si hace falta más descaro, más derroche; -no me parece poco lo que ya ocurre-. Nosotros ¿éramos? un pueblo bravo, valiente, nos levantamos en lucha muchas veces, aunque nos dieron por la dignidad y nos mataron hijos e hijas, hermanos y hermanas, no nos quedábamos en silencio. ¡No nos pueden matar a todos! Y sí, una mayoría actúa como si estuviera muerta, zombificada, pero estamos vivos. Tenemos la obligación de tomar el destino del país en nuestras manos.

Lo dejaré más claro: la clase política actual no va a resolver nuestros problemas como nación. No tenemos institucionalidad. El Estado está secuestrado. Diga usted, estimado lector, ¿a quién le dejaremos el país? ¿Qué piensa usted hacer a favor? ¿Asumirá su parte? ¿Cómo le hacemos?