Por: Patricia Mejía
La Ley núm. 108-05 de Registro Inmobiliario establece los principios y procedimientos que regulan la titulación y registro de bienes inmuebles en el país. El proceso de desafectación de terrenos públicos, previsto en su artículo 107, es un pilar esencial para garantizar la legalidad y transparencia en la administración de bienes del Estado.
Esta legislación asegura un manejo efectivo de estos recursos, disponiendo que ningún bien de dominio público puede ser enajenado sin antes pasar por el riguroso proceso de desafectación. Sin embargo, lo que debería ser un principio inviolable se ha convertido, en la práctica, en una de las normas más ignoradas por los gobiernos locales.
La desafectación, lejos de ser un mero trámite administrativo, constituye un acto solemne que transforma un bien de dominio público en un bien privado del Estado. Esta distinción es fundamental: los bienes de dominio público, según el artículo 17 de la Ley núm. 176-07 del Distrito Nacional y los municipios, son aquellos destinados al uso colectivo, como calles, parques, playas y ríos. Dichos bienes son inalienables, inembargables e imprescriptibles, lo que significa que no pueden ser vendidos, gravados ni adquiridos por terceros mientras mantengan su condición. En cambio, los bienes privados del Estado, una vez desafectados, pueden ser gestionados y dispuestos conforme a los procedimientos legales, siempre que se garantice el interés general.
La legalidad como principio vulnerado
La recurrente violación del procedimiento de desafectación no es solo una mera omisión administrativa; es un atentado directo contra el ordenamiento jurídico y el principio de legalidad al que está sometida la administración pública conforme al artículo 138 de la Constitución dominicana.
La ley establece de manera clara que cualquier alteración irregular de un bien de dominio público conlleva consecuencias graves. Los responsables pueden enfrentarse a sanciones equivalentes a las previstas en el Código Penal para delitos como el desfalco, la abstención o la colusión. Estas sanciones incluyen desde la inhabilitación para ocupar cargos públicos hasta el pago de indemnizaciones por los daños causados.
Cualquier transferencia realizada en contravención a estas normas carece de validez legal. Cada vez que un ayuntamiento transfiere terrenos públicos sin cumplir este proceso, se comete un acto que debería ser considerado nulo de pleno derecho, con implicaciones legales tanto para los funcionarios responsables como para quienes adquieren esos bienes en condiciones irregulares.
A pesar de estas disposiciones legales, se han registrado numerosos precedentes de actos irregulares en nuestro país. Estos no solo ilustran el alcance de la negligencia institucional, sino que evidencian también la falta de un compromiso serio con la protección del patrimonio público.
El daño al patrimonio público y la confianza ciudadana
Cuando los bienes de dominio público se transfieren sin observar los procedimientos legales, el daño trasciende lo jurídico y afecta lo social. La población pierde acceso a espacios comunes, mientras que al Estado se le enajena la capacidad para gestionar recursos esenciales en beneficio de todos. Cada acto de disposición irregular de terrenos no es solo un golpe a la seguridad jurídica; también representa una afrenta a la confianza que los ciudadanos depositan en sus instituciones.
Es importante recordar que los bienes de dominio público no solo tienen un valor material, sino también simbólico, pues representan el compromiso del Estado con el bienestar colectivo. Convertir estos bienes en bienes privados del Estado sin cumplir con los procedimientos adecuados supone un abuso de poder y una transgresión al derecho de los ciudadanos de disfrutar de recursos esenciales y espacios compartidos.
Un llamado a la institucionalidad
Frente a este panorama, es urgente revalorizar el principio de institucionalidad. El Ministerio de Administración Pública y la Cámara de Cuentas deben asumir un rol más activo en la supervisión del cumplimiento de la Ley núm. 108-05, mientras que el Poder Legislativo tiene la responsabilidad de reforzar los mecanismos de control y sanción.
Asimismo, la ciudadanía debe exigir transparencia y rendición de cuentas en la gestión de los bienes públicos, entendiendo que lo que hoy se pierde por la negligencia de unos pocos es patrimonio de todos.
El respeto a las normas no es un lujo que puede ser ignorado, sino la base sobre la cual descansa nuestra democracia y el Estado de derecho. La frecuente violación del proceso de desafectación no puede seguir siendo una práctica normalizada. De lo contrario, estaríamos aceptando, como sociedad, que nuestras instituciones carecen de las herramientas y la voluntad necesarias para proteger lo que nos pertenece a todos.
El reto es claro: avanzar hacia una gestión pública donde la legalidad y la transparencia no sean excepciones, sino reglas fundamentales. La República Dominicana lo merece, y las generaciones futuras nos lo demandarán.