Cáncer político a ser extirpado. Por Juan Lladó

 

Tan pronto se comiencen a discutir las futuras leyes electoral y de partidos es bueno que se ponderen los males mayores de nuestro sistema político.  Sin duda uno de los peores –y el cual motiva varios otros– es la falta de una vocación y ética de servicio público en muchos de los candidatos a los puestos públicos (electivos y designados).  Una proporción importante de la población les atribuye a los aspirantes una motivación de lucro personal y cree que no están realmente interesados en mejorar la sociedad.  En consecuencia, buscar una fórmula que cambie esa situación debe figurar entre las prioridades del debate y de las propuestas.

En este país ya la vida militar no es el canal seguro para conseguir movilidad social. En su lugar, muchos de los que quieren mejorar su situación económica personal aspiran a engrosar la membresía de la clase política.  Los más de 4,000 cargos electivos existentes proveen la escalera preferida del éxito social y económico, pero los nombramientos del Poder Ejecutivo representan oportunidades tan o más numerosas y codiciadas.  Algunos buscan ocupar un cargo público para disfrutar de las compensaciones salariales establecidas, pero en otros la ambición desborda esos límites y las posiciones se conciben como trampolín para obtener privilegios, canonjías y prebendas que no pudieran obtenerse de otra forma.  Se opta por conseguir el dinero fácil y se desestima con el olvido el valor sacrosanto del altruismo.

En la vida pública, la peor consecuencia de este afán de lucro es la corrupción.  Un juez que descarga un acusado porque lo han sobornado, un funcionario de alto rango que ha cobrado por la izquierda una suma de dinero para otorgar una concesión, un funcionario que esquilma el presupuesto de la institución a que debe servir para apropiarse de fondos públicos, un oficial policial de alto rango que cobra peaje para permitir el comercio de las drogas en su jurisdicción y unos salarios exorbitantes para escogidos servidores públicos son solo algunos ejemplos de exacciones ilegitimas del sistema político que van mucho más allá de las meras compensaciones y privilegios del cargo.

Por supuesto, la consecuencia principal de tales desmanes es la erosión de la institucionalidad.  La impunidad de los perpetradores es la guadaña más nociva que se asocia con esta sarta de ilicitudes. Como la actuación en los cargos públicos se desvirtúa con la avaricia, el cumplimiento de las leyes y regulaciones sufre inclemencias reiteradas y se crea un escenario de permisividades que en nada beneficia ni la seguridad jurídica ni la seguridad ciudadana.  Estamos así inmersos en un mar de perversidades que no permite que se afiancen las instituciones y se respete la majestad de la ley.

La respuesta ante tal situación no puede ser solo un reforzamiento legal de la lucha contra el enriquecimiento ilícito.  La misma clase política se encargaría de que una legislación que penalice esos desvaríos no se aplique correctamente o sencillamente que no se aplique.  Existen más que suficientes leyes para, si se aplicaran, desterrar para siempre la impunidad.  Son las prácticas políticas imperantes, signadas por la angurria económica y la corrupción, las que habría que combatir frontalmente mediante otros recursos y mecanismos.

Atrás quedaron las utopías e ideologías que proveían idóneas fuentes de inspiración para la práctica política. La pugnacidad entre competidores políticos no brota, como debería, de una límpida motivación para mejorar el bienestar de las mayorías nacionales.  Si para instaurar el régimen de justicia social que proponía una ideología en particular se debía ofrendar la vida, ahora la vida solo se pierde en los pleitos y rebatiñas que puedan anteceder a las elecciones o a los nombramientos.  En estos tiempos de globalización, comunicación instantánea y redes sociales se han abandonado los ideales que otrora propugnaban por una sociedad mejor, una sociedad de justicia y esperanza.

Es en el rescate de este último tipo de motivación donde deben cifrarse los esfuerzos para rescatar la decencia de nuestra clase política. Hacer del servicio público un ideal de decoro y dignidad seria el indiscutible objetivo último.  Definir las medidas a adoptarse en nuestra próxima legislación electoral y de partidos políticos seria entonces el reto principal a enfrentar en los debates incipientes sobre la legislación correspondiente.  Sin duda las medidas deberán ir encaminadas a restablecer la mística que existió en algún tiempo pasado.  El ser humano no puede haber cambiado tanto como para que recobrar esa mística sea imposible.

La ideología del sistema capitalista, a la cual  nos adherimos constitucionalmente,  representa un buen referente para encaminar la búsqueda.  Si bien en ese contexto es el interés particular lo que motoriza las acciones del individuo, es también la confrontación de esos intereses lo que hace surgir la congruencia del bienestar colectivo.  La justicia del sistema se basa en el precepto de que el régimen de recompensas deberá estar basado en no solo el talento de cada individuo, sino también en el esfuerzo personal para lograr las metas mercuriales.  De ahí que el trabajo digno sea en este sistema la fuente ideal y principal, junto al talento, de todas las compensaciones.

No se requiere mucho esfuerzo para llegar a la conclusión de que, en aras de defenestrar al lucro como motivación principal de nuestra clase política, debemos apelar al trabajo digno como la divisa del avance económico.  Es decir, por lo menos los aspirantes a cargos electivos deberán demostrar su motivación de servicio público para poder calificar para una candidatura. Si en la actualidad los ingredientes que aseguran el éxito son la lealtad política a instancias superiores y/o la retórica hueca que esa lealtad inspira en el politicastro, a eso habrá que añadir el conocimiento de los retos de política pública en la jurisdicción del aspirante y su definición de posibles soluciones.

No se trataría de demostrar un conocimiento cabal de todos y cada uno de esos retos.  Inclusive no conviene, por lo intricado que resultaría, inventar un sistema escolar, con exámenes y pruebas, para preparar a los aspirantes.  Resulta más pragmático exigir que cada candidato presente tres propuestas de solución a igual número de  problemas acuciantes de su demarcación, asumiendo así que la concepción y la elaboración de las propuestas deberán ser precedidas por un estudio, aunque fuera somero, de esos problemas. La idea es que el requisito sirva de recordatorio del propósito trascendente para el cual se busca el puesto público.

Para complementar adecuadamente esta propuesta, el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo elaboraría un listado de las áreas-problema, tanto para el nivel local como para el nacional.  En el caso de los senadores y diputados los problemas serian de índole nacional, pero en el caso de los alcaldes serian locales.  Dicho Ministerio escogería diez áreas-problema para el nivel nacional y cinco áreas genéricas para el local, pudiendo inclusive acompañar el listado con una cartilla instruccional que le facilite al aspirante la comprensión de los desafíos.

El requisito de las tres propuestas se aplicaría solamente a los aspirantes cuyas candidaturas las haya oficializado el partido al cual pertenecen.  La Junta Electoral de la jurisdicción local, en el caso de los candidatos a ocupar alcaldías, tendría que recibir las tres propuestas con suficiente tiempo para validar las candidaturas y asegurar que estas aparezcan en la boleta electoral.  Lo mismo aplicaría a las candidaturas de los candidatos a diputados y senadores excepto que sería la Junta Central Electoral la instancia que manejaría esas propuestas.  El nivel presidencial estaría exento bajo la premisa de que el programa de gobierno del partido supliría las propuestas correspondientes.

Trabajar para el Estado es una aspiración legítima que debe ser recompensada adecuadamente.  Pero hoy día prevalecen propósitos espurios entre muchos aspirantes y la nueva legislación que pretenden darse los partidos políticos debe corregir esa situación para bien de todos.