Construcción, Corrupción e Impunidad.

“Al final, todo se sabe, todo, todo” Sentencia de mi abuela Nélida Armenia.

Llama la atención que quienes han manejado los recursos – multimillonarios- en las últimas campañas de los principales partidos políticos, sean ingenieros. Que los funcionarios más poderosos sean los que hayan dirigido los ministerios y oficinas que construyen los megaproyectos más costosos. Y no solamente poderosos, sino inmensamente adinerados y que además, ostentan –y esconden- sin rubor, en paradójica pose, mientras eluden explicarlo, el origen de sus fortunas. Escudados tras una mascarada como empresarios exitosos del sector de la construcción inmobiliaria, fingen una carrera meteórica de aciertos oportunistas con megalómanos proyectos de dudoso origen e incierta sostenibilidad, sospechados como enormes lavadoras de activos mal habidos –propios y de compañeritos- para blanquear lo que ha sido aviesamente esquilmado a los más pobres.

Construyen lujosas torres que luego permanecen vacías, espacios comerciales para el más selecto consumo, tiendas de marcas y lugares para el ocio que compiten –en apariencia- con los del primer mundo. Pretendiendo confundirse, codearse, igualarse, e incluso superar, a los verdaderos empresarios del sector, con trayectoria de vida de intenso trabajo, continuidad generacional y un haber bien ganado, a cambio de mucho miles de metros cuadrados laboriosamente construidos, mucho arriesgar del propio capital y millares de familias adquirientes agradecidas de modestas viviendas y apartamentos.

¿Cómo entonces se diferencia a un impostor, de un verdadero profesional o empresario de la construcción? A prima facie, y en superficialidad: por su aspecto, gestos y actos, como lo haría Javert, el inspector francés, cuyo nombre de pila nunca nos dijo Victor Hugo.
El verdadero empresario de la construcción usa pantalones de caqui, y su jeepeta -o camioneta- no es nueva, el compartimiento de carga tiene trazas de haber acarreado, más de una vez, alguna funda de cemento para resolver una urgencia. Sus proyectos son mayormente de viviendas modestas o apartamentos para la clase media. Si algún familiar osa pedirle trabajo, se lo da, pero lo pone a sudar. Evita los restaurantes costosos, porque le mortifica que sus empleados vean una factura de un “almuerzo de negocios” que equivale a un sueldo de ellos. Eso se llama tener escrúpulos.

El otro, en cambio, es ostentoso y lo suyo, es Armani o Ferragamo, Hummer o Lexus, Cartier o Hublot, Romana o Cap Cana. Una sonrisita burlona y despectiva -de vez en cuando le asoma en la comisura de los labios- y le delata. No visita las obras en gris; manda a una ingenierita. Arropado por un manto de impunidad, urdido y tejido en un congreso cómplice, prepara “paquetes” tripartitos: una empresa internacional, un préstamo “blando” y un pueblo anestesiado para que sus hijos y nietos paguen las consecuencias.
Y como a los gobernantes, les fascina dar el primer picazo, o palazo; ellos, con tal de dar el primer zarpazo, los invitan dos veces. La segunda, a cortar gozosos las cintas inaugurales, que luego se reparten en pedacitos -a modo de souvenir- en velada metáfora de cómo se reparten la suerte del país. Mientras las obras inauguradas permanecen vacías, o sin uso.
Pero todo lo anterior es solo rumor – o clamor- público, suposición inferida de algún «envidioso» fácilmente ignorable. Basura cibernética que corre en las redes sociales y que mañana ya no estará.

Salvo que en lugar de archivarse, algún día, los expedientes se abran, las auditorías de realicen. Se lleven las evidencias de la corrupción y, en autopsia cuidadosa –como Jethro Gibson, no como Javert- se haga una disección analítica, veraz e irrefutable. Entonces, una vez disipado el hedor fétido, sean separados, como el trigo y la cizaña. Habrán crecido juntos, pero su destino será otro. Los pueblos no son tontos, porque maniatados o amordazados, lo saben todo. Todo se sabe.