De hadas y princesas: COVID-19 y el sueño errediano (III). Por Edward Veras-Vargas.

“El miedo nos hace más daño que aquellas cosas a las que tememos”.

Lema estoico.

Había una vez un país cuyos habitantes eran una amalgama entre -de una parte- gente inculta, supersticiosa, ignorante, en fin, simplemente bruta; y -de otra parte- gente con cierto nivel de sentido común y unos que otros incluso muy inteligentes. En ese país del cuento, digamos que (parafraseando a Inés Aizpún) apareció un iluminado “peregrino” que empezó a correr como Forrest Gump, proclamando -más o menos, según entendí- que Dios le había revelado que, para librar a ese pueblo del COVID-19, debía llevar una cruz a cuestas (a pies) desde el sur al norte de la isla Hispaniola, y echarla al mar en la ciudad de Puerto Plata.

En ese país de nuestra historia, el peregrino no anduvo solo, sino que cientos de personas -según se calcula “al ojo porciento”- se sumaron a su macondiana actividad, tanto durante los últimos tramos de su trayecto como durante su inmersión playera en la ciudad de Puerto Plata, y a pesar de las medidas de distanciamiento social dispuestas por las autoridades para evitar -precisamente- el contagio del COVID-19. Para más inri, el dichoso peregrino de la historia ahora presenta síntomas consistentes con la pandémica dolencia, y según “radio bemba” -aunque el protagonista de la dudosa hazaña lo niega- hasta habría dado positivo en una prueba tendente a detectar la enfermedad.

La historia se torna ya trágica cuando se descubre que -siempre según el “cuento”- personal policial, de salud, de los bomberos y de otras dependencias municipales y nacionales “acompañaron” a la multitud y al “iluminado” caminante, en vez de cumplir con las disposiciones gubernamentales de hacer cumplir la medida de distanciamiento social, obligando a la gente a dispersarse.

En esa misma república bananera del cuento, cuando la prensa “puso el grito al cielo” y censuró tanto la irresponsabilidad de las autoridades como la ignorancia y temeridad de los participantes en la masiva actividad, digamos -tomando ahora la idea de Cristian Hernández- que “todos se lavaron las manos”, como Pilatos. Nadie fue responsable ni admitió culpa en lo ocurrido, aunque la evidencia audiovisual incrimina por igual a autoridades locales y nacionales.

Pero ese país aludido en el cuento estaba lleno de contradicciones, pues apenas unos días antes de la referida demostración de ignorancia e irresponsabilidad colectiva, el Jefe del Estado inauguraba un moderno centro de “Comando, Control, Comunicaciones, Computadoras, Ciberseguridad e Inteligencia” (C5i) en el Ministerio de Defensa, proclamando que lo integraba a la lucha contra la pandemia, coordinando con los actores del sector salud. Es decir, que se aprovechaba la coyuntura de la pandemia para justificar que el Estado gaste millones de dólares de los contribuyentes en espiar a sus propios ciudadanos, y para colmo ese sistema de “inteligencia” fue tan bruto que ni se enteró de lo que ocurría en Puerto Plata el pasado domingo, y de lo que estaba enterado “todo el vivo”. En otra ocasión hablaremos de ese nuevo juguete de la “inteligencia” local…

COVID-19 sigue sacando lo peor de nosotros, al despertar del letárgico y profundo sueño en que nos encontrábamos, pues por un lado esa población en la que estamos “invirtiendo” -por no decir incinerando- el 4% del PIB en educación, debería ser ya capaz de discernir por sí misma -a estas alturas- entre superstición barata y fe. Si hasta las iglesias que profesan la fe cristiana suspendieron las actividades de Semana Santa para evitar reuniones de personas en espacios públicos, cualquier persona que no sea un cretino podía darse cuenta de que asistir allí era una estupidez. Pero entre el miedo de la población general a morir infectada por el COVID-19, la fe mal entendida de muchos y el populismo de autoridades que permitieron el “acompañamiento” en nombre de garantizar el orden, se dio este cóctel mortal, que ya empieza a reflejarse en un aumento de la cantidad de contagios del virus en la zona.

Muchos se preguntarán quién es peor, si el pobre ignorante que trata la pandemia como algo “sobrenatural”, como un “castigo divino” al pecador, cuya nula capacidad crítica lo convierte en un peligro para si mismo y para la sociedad; o la autoridad que permitió el censurado tumulto. Yo diría que ni uno ni el otro, pues el mal viene de lejos y hay que enfrentarlo en su origen primigenio.

El peor responsable de todo esto es el gobierno, que tiene ya desde 2012 afirmando que está invirtiendo el 4% del PIB en educación, pero que en realidad no hace otra cosa que amañar contrataciones de obras y bienes relacionados con la educación, para saquear -con sus cómplices de ocasión- las arcas del Estado. De modo que aunque se “cumple” formalmente con la señalada meta de inversión pública en educación, en realidad -y esto es un secreto a voces- gran parte de esto se va en sobreprecios en las construcciones de aulas y adquisiciones de equipos y materiales, siendo insignificante lo invertido en capacitación docente y en la incorporación de talentos importados de otros países, para impartir materias en las que nuestro país no cuenta con todos los recursos humanos (capacitados) que se necesitan.

Tener educación tiene poco qué ver con el dominio adecuado/suficiente de un conjunto de asignaturas y mucho con el forjamiento de una conciencia crítica en la ciudadanía. Una ciudadanía educada y crítica, en vez de sumarse al peregrinaje y al molote potencialmente suicida, se habría indignado y exigido al gobierno que interviniera para detener esa locura.  Pero, mientras sea negocio comprar votos con dinero u otra variedad de clientelismo, mientras la sociedad vea en cada corrupto a alguien que “aprovechó la oportunidad” y no a un co-responsable de las carencias y deficiencias de los servicios públicos que recibe, seguirá siendo rentable que se tome la educación y la salud del pueblo como parapeto de turbios negocios, seguirá siendo negocio mantener ignorantes a esos votantes.

Los avances de nuestra educación -como sociedad- han sido desmentidos rudamente por la pandemia, que gusta de poner en evidencia a aquellos que cuentan con poder seguir haciéndonos cuentos de hadas y princesas.