Delincuencia: ¡un chiste! Por José Luis Taveras

En el abordaje de la delincuencia duerme una razón siempre excusada. Y es quizás la de mayor peso. Obvio, no interesa admitirla porque concierne a los que tienen el poder pero no la voluntad para cambiarla. Seguir invirtiendo dinero en las consecuencias cuando no se quieren ver las verdaderas causas es una obscenidad. Por más arrojos que se empeñen, volveremos a la misma razón: mientras la autoridad pública no dé el ejemplo, la base social tampoco sentirá el apremio. Es como cuando un padre llega borracho de madrugada y después de golpear a la mujer despierte al hijo para amonestarlo por no haber hecho las tareas. Sencillamente estamos cosechando lo que sembramos. En tanto la delincuencia de elite sea graciosamente redimida, su sombra, la de abajo, perderá todo sentido de coacción.

¿Qué vemos como hechos cotidianos? Gente de poder abusando, prevaricando, defraudando sin reparos en un medio social indulgente y un Ministerio Público anulado. Mantener esa inconsistencia es necedad; justificarla, un crimen.

Lejos de ser un sujeto de primera atención, la juventud es víctima de un sistema que premia la corrupción de kilates y le aplica la ley del Talión a la ratera. La sentencia aquella de Neruda sigue inapelable: “El fuero para el gran ladrón, la cárcel para el que roba un pan.” Así nunca funcionarán las cosas. Podrán incorporar treinta mil policías, reformar las leyes penales, acumular las penas o aprobar la de muerte, modelar el sistema penitenciario y dotar de la mejor tecnología la investigación forense, pero, si no acometemos el mal desde arriba, veremos prosperar la delincuencia de abajo. Se trata del mismo tigueraje a distinta escala social. Nadie, abajo, sentirá el constreñimiento al orden que debe imponer un verdadero estado de derecho.

Ningún país puede mantener una seguridad robusta mientras tolere la delincuencia de poder. Existe una relación causal entre las dos realidades. No hay un ejemplo meritorio en el mundo que desmienta esa verdad: los países más corruptos suelen ser los más violentos. Se ha demostrado que el ataque a la corrupción política es la herramienta más disuasiva en el control de la delincuencia social. Ver un a expresidente condenado, después de un juicio justo, es más sugerente que mil batidas en los barrios. Y no digo que esa sea la única razón, pero sí la más influyente. 

Todo lo que se haga para crear una cultura de respeto a la ley será tiempo y dinero malgastados si no se empieza con la autoridad. No esperemos cambios en tanto prevalezca la creencia de que solo es delincuencia la de sangre o que cualquier acción judicial en contra de un funcionario es para debilitarlo políticamente. Un trato desigual en el accionar de la Justicia germina más violencia social. Es un hervidero de resentimientos legitimados. Una razón siniestra de exclusión que empuja a violar la ley hasta por sentido de rebeldía.

Los políticos y empresarios del poder son más peligrosos: roban, eluden a la Justicia y abusan del poder en contra de quienes les denuncian. Su impunidad es socialmente dañina; un antivalor no degradable. El crimen de sangre afecta a una víctima inmediata y al círculo de sus deudos; la prevaricación, el cohecho, la defraudación y el robo al Estado, en cambio, afectan a toda una nación. Un auto de no ha lugar, una exclusión de la acusación o un fallo a favor de un político corrupto potencia la criminalidad de la base social. Y no es que busquemos una expiación; es que la Justicia encuentre su misión sin distinciones prejuiciosas. Le temo más a una sociedad impune que a una violenta; una es causa y la otra consecuencia. Allí donde cualquier funcionario tenga la convicción de que robar es una gratificación y que pedir cuentas es un chiste, se pierde todo el respeto al orden. En una sociedad donde se les tema más a los bolsillos que a las instituciones, la ley la impone el arrebato. Evoco a la teórica polaca Rosa Luxemburgo: “la justicia de las clases burguesas fue como una red que permitió escapar a los tiburones voraces, atrapando únicamente a las pequeñas sardinas”. Por eso es que las cárceles dominicanas recuerdan cajas de estos pescados: hacinadas y con el olor salobre a algas marinas. Así huelen los barrios.