La indignación como herramienta política. Por José Manuel Guzmán Ibarra

El PLD en el pasado usó la denuncia contra los gobiernos corruptos. Balaguer mismo, en los breves momentos en que le tocó ser oposición, hizo lo propio. El PRD tradicional, aunque golpeado con sus propios escándalos nunca renunció a la denuncia de actos de corrupción. En esos tiempos, la población tomaba y dejaba, porque el elemento electoralista resultaba demasiado evidente.
Las encuestas, por años, evidenciaban, aunque los denunciadores profesionales se negaban a admitirlo, que el ciudadano dominicano no era, digamos, muy dado a condenar los hechos de corrupción (o el enriquecimiento fácil) siempre que se hubiera una de dos cosas: o que el corrupto no fuera el de “mi preferencia” o que las cosas que se esperaban del gobierno, las que fueran, se hicieran.
El debate, ante esas denuncias, se enrarecía, se subía de tono, especialmente en períodos electorales, se tornaba ruidoso, pero sus efectos concretos eran al menos cuestionables. Los resultados electorales no respondían a esas denuncias. Hoy día hay dos grandes diferencias: una, el desgaste natural de largos periodos en el poder del partido gobernante y que el escándalo de corrupción ha sido internacional, por una confesión de una empresa transnacional.
El fenómeno ha generado indignación en media docena de países. El fenómeno de ciudadanos indignados ante distintos hechos de corrupción es mundial. En España, por ejemplo, dio, entre crisis económica y las denuncias de corrupción -que llegaron a tocar a un ex director del FMI y activo político del gobernante Partido Popular, Rodrigo Rato- al nacimiento de un partido nuevo, con propuestas muy radicales y con un discurso que promueve y trata de profundizar la indignación, como lo es el partido morado español, Podemos.
Sin embargo, la indignación como muchos sentimientos en negativo, movilizan, eso no puede negarse, pero no suelen germinar con buenos frutos. La indignación social termina recogiendo todas las indignaciones y por eso se plantea como movilizadora, y como una herramienta política. Los movimientos sociales, aquí y allá, se empoderan, los políticos nuevos, o los de oposición, no desaprovechan esas no tan comunes olas de indignada movilidad social.
¿Qué puede hacer un gobierno que sufre directamente los dardos de la indignación? Lo primero, no alimentarlos, pero no solamente como una estrategia de comunicación, si no como una actitud y acción concretas de mejoría en los actos públicos y de transparencia, sin caer en el oportunismo. Lo segundo, tratar de leer correctamente las motivaciones de la indignación, que no son simples, ni homogéneas. Tercero, recordar que la indignación es un sentimiento y no un manifiesto político, aunque a veces quiera dársele ese contenido. El objetivo de dañar un buen gobierno, no puede soslayarse de las intenciones, aunque tampoco reducirse a ello.
El sentimiento hay que atenderlo. La gente sigue esperando que los gobiernos respondan sus requerimientos de mejores servicios, más seguridad ciudadana, mejor viabilidad, mejor servicio eléctrico, menos arrogancia en los funcionarios, etc… y en mi opinión, esas cosas tienen que atenderse con una gran reforma integral, que por un lado garantice transparencia y eficiencias administrativas y, por el otro, una mejoría radical en el modelo económico, que dinamice los sectores productivos y privados. Si nos quedamos en la indignación (con o sin manifiesto) tendremos a la puerta gobiernos y medidas populistas, y quizá otra oleada de indignaciones… sólo que retrocediendo en lo avanzado y con más costos económicos y sociales.