El gusto que le ha cogido la Procuraduría General de la República a las interceptaciones telefónicas empieza a generar preocupación, mas que nada porque se ha puesto en evidencia en un contexto de denuncias y señales alarmantes que apuntan a un deterioro de nuestro clima democrático, tanto así que la palabra dictadura anda en estos días de boca en boca –y de púlpito en púlpito– con inquietantes resonancias. Ayer la dirigencia del PRM se reunió para tratar la interceptación, por orden de la Procuraduría General, del teléfono de su Secretario de Finanzas, Eduardo Sanz Lovatón, como denunció la diputada perremeísta Faride Raful. Según la legisladora, quien dijo que el teléfono de la Viceministra de Energía Nuclear, la doctora Susana Gautreau, también fue “pinchado”, tanto en el caso de su compañero de partido como en el de la funcionaria y comunicadora, que nada tienen que ver con el caso Odebrecht, la Procuraduría ocultó la titularidad de los números cuando presentó la solicitud ante el juez, como también hizo con la destutanada jueza de la Suprema Corte Miriam Germán Brito. La respuesta de la Procuraduría, con la que también quiso responder la denuncia de la barra de la defensa de Conrado Pittaluga, uno de los siete imputados en el caso Odebrecht, de que el Ministerio Público espía sus teléfonos para enterarse por anticipado de sus estrategias, fue que esas interceptaciones son legales y autorizadas por un juez competente, con lo que dio por terminada la discusión. Pero no podemos ni debemos considerar cerrado o concluído ese debate, ni permitir con nuestra indiferencia o nuestro silencio que el espionaje telefónico “legalizado” se convierta en un instrumento del Estado para vigilar y mantener “bajo control” a opositores y desafectos varios. Porque eso es lo que suelen hacer, con diabólica eficacia, las dictaduras, sin importar si son de derecha, de izquierda o “democráticas”.
Por Pablo Acosta, publicado en Periódico Hoy