viernes, abril 19, 2024

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“Bueno, camarada, esto se jodió”. Por José Luis Taveras

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Si hay una condición humanamente resentida es la de ya no ser. Aun más cuando el título, el cargo o la fama han definido a la persona que fue. La idea de volver a la irrelevancia pública es, para muchos, motivo de depresiones. En el Gobierno se baten esas ansiedades. La cuenta regresiva inicia su marcha y los días se despiden de forma pesarosa. La reelección era un umbral que seducía admirables expectativas. Todavía truena aquella fallida premonición de doña Lucía Medina: “todas las condiciones están dadas para perpetuarnos”. Pensar que ese designio se malogró en un respiro es para no salir de la congoja.

Un exfuncionario del gobierno de Jorge Blanco me confesó una vez que no había una deshonra más insoportable para un político que ser un ex. Si la readaptación a la vida estándar es resistida, tolerar el desprecio de la gente es mucho más sufrido. Fuera del poder los ex presienten el murmullo del desprecio. Andan cabizbajos, como adeudados o afrentados, con la mirada al piso y buscando atajos para evitar ser vistos. Los más desvergonzados desafían ese trance con rabiosa soberbia, como para joder. Así, exhiben sin recato sus “logros”. Claro, ya no tienen quién les celebre sus bromas, ni se tomen selfis, ni los saluden a viva voz, ni les digan en buen dominicano “mi herrrrmano”. Tempranamente empiezan a extrañar las adulaciones, esas que como cansado estribillo mimaban su ego en cada sol.

Pero donde el dolor se aloja con más enfado es en el machismo de poder. Esa torcida creencia que les hace ver como espartana su anatomía batracia, como seductoras sus canas, como preclara su inteligencia e irresistible sus aficiones enólogas. Una sensación levitante de hombres plenos, maduros y de éxito con aroma a poder. Sería glorioso ver sus rostros cuando sus noviecitas empiecen a sentir la desbandada y noten la merma del despilfarro, entonces la pérdida del señorío del ex empezará a recordarles lo que cuesta cargar con un viejo mañoso y sin empleo.

Es que la función pública la han ejercido de manera tan arbitraria, indigna y abusiva que los ex terminan despreciados. En un clima de tanta indulgencia, la única venganza social es celebrar con petardos su salida. Si a esa condición se cuentan los años que la han gozado, entonces el rechazo resulta repulsivo.

El problema de nuestros burócratas es que no llegaron al Estado humanamente realizados. Por lo general, y más en el PLD, se trata de gente que no conocieron otra ocupación relevante de vida distinta al activismo político. El poder fue la única posibilidad para rotar socialmente sin ninguna maduración. Tampoco convirtieron esa oportunidad en espacios para afirmarse en carácter ni en compromisos solidarios. La idea fue hacerse… y el gobierno los hizo; de ahí su identidad sociológica: “comesolos”, locución inmejorable creada por el pueblo para referirse a esa patología del poder. Fuera de él les costará reinventarse, porque en la cultura de ostentación que implantaron el dinero perdió fuerza para distinguir al mafioso, al empresario, al político y al traficante. Y es que en este casino insular cualquier ratón come gouda y a cualquier esperpento le llaman don.

El Estado ha sido la única y espléndida razón para esos plutócratas viajar en primera clase, aspirar el olor a piel en carros de colección, catar un vino de reserva, tutear a una celebridad, darse amantes, tener cuentas en banca extranjera, atraer a las cámaras y despertar admiración. En la cultura peledeísta el poder es oxígeno, sangre y sueño. Salir de la Administración pública es destierro y locura; algo así como perder la identidad y los sentidos. Y es que la idea de regresar los confronta con el trauma de un pasado de “olla” matizado por la imagen del viejo desclasado: fundillos diluidos, correas corroídas, suelas remendadas, labios cenizos y rostros grasos.

Balaguer consintió la práctica del macuteo. Era una prestación económica menuda (borona) que debían pagar los administrados para la agilización de un trámite o la obtención de un permiso o una licencia. La legitimó para compensar los bajos salarios del sector público. El PRD siguió con ese patrón de corrupción de base social. Con el PLD la corrupción se afirmó como fenómeno complejo, sofisticado y concentrado. Ya no se trata de los pesitos traficados por debajo de los escritorios, sino de una poderosa industria del poder. Cuando en su primera gestión Leonel Fernández aumentó los salarios de los funcionarios se pensó que era la medida necesaria para desalentar la corrupción, pero después aparecieron las formas más inauditas de depredación pública: las asesorías, las nominillas, las pensiones autorreguladas; luego vinieron los big business: las contratas de megaproyectos, las licitaciones arregladas, las comisiones de reverso, la autocontratación de obras y servicios a través de empresas vinculadas, el nepotismo y las más diversas formas asociativas con empresarios. El poder se hizo negocio y robar una maldita cultura. Sobre esa premisa se armaron las alianzas políticas, se crearon consejos, dependencias, oficinas, consulados, programas asistenciales, y el Estado se convirtió en una monstruosa ventosa con boquillas abiertas a la succión pública.

Los funcionarios andan despistados confiados en que con los recursos del Estado el precandidato oficialista avasalle y logre mantener su statu quo, pero a pesar de gastar más que todos los precandidatos juntos lo que le espera es una prueba dura y adversa. Creo que llegó el momento en que el dinero no será razón suficiente. Por eso fue que cuando Danilo Medina anunció su discurso para desistir de sus intenciones reeleccionistas se le escuchó a un ministro comentarle a un legislador oficialista esta joya: “Bueno, camarada, esto se jodió”. ¡Que Dios lo escuche!

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